Gavín, allá por el 36

    Mi nombre es María Luisa y nací la noche sin luna del 21 de julio de 1936 en Gavín, un pequeño pueblo del Sobrepuerto próximo a Biescas. La Guerra Civil acababa de dar comienzo apenas cuatro días antes de que mi madre, Presen, me diera a luz. Éramos una humilde familia de seis hermanos además de papa y mama. Digamos que no vivíamos rodeados de grandes lujos pero teníamos lo suficiente como para sobrevivir. Mi padre, Segundo Abadías Puértolas era un hombre tenaz y generoso. Dedicó su vida a la agricultura y la ganadería, además de ser un reconocido curandero de la zona. 

    Apenas había cumplido seis meses y la vida ya me mostraba su cara más hostil. Llegaron las navidades del 36 y, aunque el granero estaba lleno, ya nadie podía adivinar con claridad cómo iba a ser el día siguiente, ni el siguiente. La creciente inestabilidad dio paso a la llegada de los maquis al poblado de Gavín. Era una fría tarde de diciembre cuando un vecino les dijo “id a esa casa que allí todo lo que queráis os darán con tal de que no los matéis”. Consciente de la situación papa nos metió a mama y a mi junto con mis cinco hermanos en el horno de la casa. Uno a uno mis hermanos fueron entrando a través de la herrumbrosa puerta de aquel horno y mama entró la última conmigo en brazos. “En cuanto pueda volveré a abriros” susurró papa con la frente perlada y la voz tremulosa. Acto seguido se dirigió con premura a la zolle donde aguardaría la llegada de sus verdugos.

    Incontables minutos transcurrieron en un silencio ensordecedor. La quietud resultaba abrumadora. Con la lentitud semejante a una puesta de sol estival, pisadas firmes de varias personas se hicieron cada vez más cercanas hasta invadir nuestro hogar, esa casa familiar cuyos cimientos habían sido levantados con esfuerzo y sudor varias generaciones atrás. Avanzaban inquietos, con la respiración pesada. En un momento dado empecé a llorar. El llanto vigoroso y demandante de una bebé que no tolera demasiado bien una atmósfera de desasosiego a pesar de sentir el calor del pecho materno. Fue entonces cuando nos encontraron abriendo con estruendo la puerta del vetusto horno. “Venimos a por Segundo” declaró con firmeza uno de ellos. “No sé dónde está Segundo, difícil será verlo porque ha marchado al puerto a buscar unas vacas” expresó meditadamente mama con la mirada segura pero huidiza de quien no quiere mostrar nada más. “¡Venga fuera! estos uno detrás de otro” dijo el mismo hombre. Salimos como una exhalación pero mama se interpuso ávidamente entre nosotros y aquellos hombres como un animal herido y furioso. Sus facciones eran duras, sus pieles secas como hojas caducas y todos portaban un arma. “¿Tiene usted hijos?” preguntó mama. “No” contestó el hombre. “Ya se conoce. ¿Le gustaría que le dijeran uno detrás de otro?”. El hombre agachó la cabeza y se dirigió hacia las escaleras continuando la búsqueda, el resto le seguían. A sus pies los tablones de madera crujían y se estremecían como doloridos por semejante intrusión. Cuando ya llegaban al final del pasillo, uno de los hombres observó cómo en la parte inferior de una puerta entre fiemo y paja se veían unos pies. Ese hombre conocía bien a Segundo pues ambos habían crecido juntos. Tragó saliva y dijo “Vámonos, aquí no hay nadie”. Los últimos rayos de sol no tardaron en desvanecerse y para entonces no podíamos imaginar dónde se encontraba papa. Sigiloso y osado aguardó hasta bien entrada la noche. Los movimientos de las personas habían disminuido y una tensa calma se había apoderado del pueblo. Eligió el momento de más frío minutos antes del amanecer, quizás aprovechando el aturdimiento natural que se da entre las 3 y las 6 de la madrugada (*). Se encaramó hacia el campanario y, una vez arriba, escogió sin dilación la dirección por la que huiría de Gavín. Ya despuntaban los primeros rayos de sol cuando Segundo se iba abriendo camino entre los matorrales y bosques que inundan el Cotefablo. Fue gracias a su perfeccionada orientación que finalmente arribó a la Ermita de Santa Elena donde se ofreció como cocinero a los militares.


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